martes, 23 de marzo de 2010

Los peligros que nos amenazan

Los peligros que nos amenazan

Por primera vez, la especie humana, en un mundo globalizado y repleto de contradicciones, ha creado la capacidad de destruirse a sí misma. A ello se añaden armas de crueldad sin precedentes, como las bacteriológicas y químicas, las de napalm y fósforo vivo ...

No se trata de una cuestión ideológica relacionada con la esperanza irremediable de que un mundo mejor es y debe ser posible.

Es conocido que el homo sapiens existe desde hace aproximadamente 200 mil años, lo que equivale a un minúsculo espacio del tiempo transcurrido desde que surgieron las primeras formas de vida elementales en nuestro planeta hace alrededor de tres mil millones de años.

Las respuestas ante los insondables misterios de la vida

y la naturaleza han sido fundamentalmente de carácter

religioso. Carecería de sentido pretender que fuese de otra

forma, y tengo la convicción de que nunca dejará de ser así.

Mientras más profundiza la ciencia en la explicación del

universo, el espacio, el tiempo, la materia y la energía, las

infinitas galaxias y las teorías sobre el origen de las c

onstelaciones y estrellas, los átomos y fracciones de los

mismos que dieron origen a la vida y la brevedad de la

misma, y los millones y millones de combinaciones por

segundo que rigen su existencia, más preguntas se hará

el hombre en busca de explicaciones que serán cada vez

más complejas y difíciles.

Mientras más se enfrascan los seres humanos en buscar

respuestas a tan profundas y complejas tareas que

se relacionan con la inteligencia, más valdrán la pena los

esfuerzos por sacarlos de su colosal ignorancia sobre las

posibilidades reales de lo que nuestra especie inteligente

ha creado y es capaz de crear. Vivir e ignorarlo es la negación

total de nuestra condición humana.

Algo, sin embargo, es absolutamente cierto, muy pocos

se imaginan cuán cerca puede estar la desaparición de

nuestra especie. Hace casi 20 años, en una Cumbre

Mundial sobre el Medio Ambiente en Río de Janeiro,

abordé ese peligro ante un público selecto de Jefes

de Estado y de Gobierno que escuchó con respeto e

interés, aunque nada preocupado por el riesgo que

veía a distancia de siglos, tal vez milenios. Para ellos,

con seguridad, la tecnología y la ciencia, más un

sentido elemental de responsabilidad política, serían

capaces de enfrentarlo. Con una gran foto de personajes

importantes, los más poderosos e influyentes entre ellos,

concluyó feliz aquella importante Cumbre. No había peligro alguno.

Del cambio climático apenas se hablaba. George Bush,

padre, y otros relumbrantes líderes de la Alianza Atlántica,

disfrutaban la victoria sobre el campo socialista europeo.

La Unión Soviética fue desintegrada y arruinada. Un

inmenso caudal del dinero ruso pasó a los bancos occidentales,

su economía se desintegró, y su escudo defensivo frente a las

bases militares de la OTAN, había sido desmantelado.

A la antigua superpotencia que aportó la vida de más de 25

millones de sus hijos en la segunda guerra mundial, le

quedó solo la capacidad de respuesta estratégica del poder

nuclear, que se había visto obligada a crear después que

Estados Unidos desarrolló en secreto el arma atómica

lanzada sobre dos ciudades japonesas, cuando el

adversario vencido por el avance incontenible de las fuerzas

aliadas no estaba ya en condiciones de combatir.

Se inició así la Guerra Fría y la fabricación de miles de armas

termonucleares, cada vez más destructivas y precisas, capaces

de aniquilar varias veces la población del planeta. El enfrentamiento

nuclear sin embargo continuó, las armas se hicieron cada vez

más precisas y destructivas. Rusia no se resigna al mundo

unipolar que pretende imponer Washington. Otras naciones como

China, India y Brasil emergen con inusitada fuerza económica.

Por primera vez, la especie humana, en un mundo globalizado

y repleto de contradicciones, ha creado la capacidad de destruirse

a sí misma. A ello se añaden armas de crueldad sin precedentes,

como las bacteriológicas y químicas, las de napalm y fósforo

vivo, que son usadas contra la población civil y disfrutan de total

impunidad, las electromagnéticas y otras formas de exterminio.

Ningún rincón en las profundidades de la tierra o de los mares

quedaría fuera del alcance de los actuales medios de guerra.

Se conoce que por estas vías han sido creados decenas

de miles de artefactos nucleares, incluso de carácter portátil.

El mayor peligro deriva de la decisión de líderes con tales facultades

en la toma de decisión, que el error y la locura, tan

frecuentes en la naturaleza humana, pueden conducir a increíbles

catástrofes.

Han transcurrido casi 65 años desde que estallaron los dos

primeros artefactos nucleares, por la decisión de un sujeto

mediocre que tras la muerte de Roosevelt quedó al mando

de la poderosa y rica potencia norteamericana. Hoy son

ocho los países que, en su mayoría por el apoyo de Estados

Unidos, disponen de esas armas, y varios más disfrutan de la

tecnología y los recursos para fabricarlas en un mínimo de tiempo.

Grupos terroristas, enajenados por el odio, podrían ser capaces

de acudir a ellas, del mismo modo que gobiernos terroristas e

irresponsables no vacilarían en usarlas dada su conducta genocida

e incontrolable.

La industria militar es la más próspera de todas y Estados Unidos el

mayor exportador de armas.

Si de todos los riesgos mencionados se libera nuestra especie,

existe uno todavía mayor, o al menos más ineludible: el cambio climático.

La humanidad cuenta hoy con siete mil millones de habitantes, y pronto,

en un plazo de 40 años, alcanzará nueve mil millones, una cifra nueve

veces mayor que hace apenas 200 años. En tiempos de la antigua

Grecia, me atrevo a suponer que éramos alrededor de 40 veces menos

en todo el planeta.

Lo asombroso de nuestra época es la contradicción entre la ideología

burguesa imperialista y la supervivencia de la especie. No se trata

ya de que exista la justicia entre los seres humanos, hoy más que

posible e irrenunciable; sino del derecho y las posibilidades de supervivencia

de los mismos.

Cuando el horizonte de los conocimientos se amplía hasta límites

jamás concebidos, más se acerca el abismo adonde la humanidad es

conducida. Todos los sufrimientos conocidos hasta hoy son apenas

sombra de lo que la humanidad pueda tener por delante.

Tres hechos ocurrieron en solo 71 días, que la humanidad no puede

pasar por alto.

El 18 de diciembre de 2009, la comunidad internacional sufrió el

mayor descalabro de la historia, en su intento de buscar solución

al más grave problema que amenaza el mundo en este instante:

la necesidad de poner fin con toda urgencia a los gases de efecto

invernadero que están provocando el más grave problema

enfrentado hasta hoy por la humanidad. Todas las esperanzas

habían sido puestas en la Cumbre de Copenhague

después de años de preparación con posterioridad al Protocolo de

Kyoto, que el Gobierno de Estados Unidos -el más grande

contaminador del mundo- se había dado el lujo de ignorar.

El resto de la comunidad mundial, 192 países, esta vez incluyendo

a Estados Unidos, se habían comprometido a promover un

nuevo acuerdo. Fue tan vergonzoso el intento norteamericano de

imponer sus intereses hegemónicos que, violando elementales

principios democráticos, intentó establecer condiciones

inaceptables para el resto del mundo de forma antidemocrática,

en virtud de compromisos

bilaterales con un grupo de los países más influyentes de las

Naciones Unidas.

A los Estados que integran la organización internacional se les

invitó a firmar un documento que constituye una burla, en

el que se habla de aportes futuros meramente teóricos para frenar el

cambio climático.

No habían transcurrido todavía tres semanas cuando, al

atardecer del 12 de enero, Haití, el país más pobre del

hemisferio y el primero en poner fin al odioso sistema de la

esclavitud, sufrió la mayor catástrofe natural en la historia conocida

de esta parte del mundo: un terremoto de 7,3 grados en la escala

Richter, a solo 10 kilómetros de profundidad y a muy corta distancia

de la orilla de sus costas, golpeó la capital del país, en cuyas

débiles casas de barro vivían la inmensa mayoría de las personas

que resultaron muertas o desaparecidas. Un país montañoso

y erosionado de 27 mil kilómetros cuadrados, donde la leña

constituye prácticamente la única fuente de combustible doméstica

para nueve millones de personas.

Si en algún lugar del planeta una catástrofe natural ha constituido

una inmensa tragedia era Haití, símbolo de pobreza y subdesarrollo,

donde viven los descendientes trasladados de África por los

colonialistas para trabajar como esclavos de los amos blancos.

El hecho conmocionó al mundo en todos los rincones del planeta,

estremecido por las imágenes fílmicas divulgadas que rayaban

en lo increíble. Los heridos, sangrantes y graves, se movían

entre los cadáveres clamando por auxilio. Bajo los escombros

yacían los cuerpos de sus seres queridos sin vida. El número de

víctimas mortales, según cálculos oficiales, superó las 200 mil personas.

El país ya estaba intervenido por fuerzas de la MINUSTAH, que

las Naciones Unidas enviaron para restablecer el orden subvertido

por fuerzas mercenarias haitianas que, instigadas por el Gobierno

de Bush, se lanzaron contra el Gobierno elegido por el pueblo haitiano.

Algunos edificios donde moraban soldados y jefes de las fuerzas

de paz también se desplomaron, causando dolorosas víctimas.

Los partes oficiales estiman que, aparte de los muertos, alrededor

de 400 mil haitianos fueron heridos y varios millones, casi la mitad de

la población total, sufrieron afectaciones.

Era una verdadera prueba para la comunidad mundial, que después


de la bochornosa Cumbre de Dinamarca

estaba en el deber de mostrar que los países desarrollados y ricos s

erían capaces de enfrentar las amenazas

del cambio climático a la vida en nuestro planeta. Haití debe constituir

un ejemplo de lo que los países ricos deben

hacer por las naciones del Tercer Mundo ante el cambio climático.

Se puede creer o no, desafiando los datos, a mi juicio irrebatibles,

de los más serios científicos del planeta y la inmensa mayoría

de las personas más instruidas y serias del mundo, quienes piensan

que al ritmo actual de calentamiento, los gases de efecto

invernadero elevarán la temperatura no sólo 1,5 grados, sino

hasta 5 grados, y que ya la temperatura media es la más alta

en los últimos 600 mil años, mucho antes de que los seres

humanos existieran como especie en el planeta.

Es absolutamente impensable que nueve mil millones de seres

humanos que habitarán el mundo en el 2050 puedan sobrevivir a

semejante catástrofe. Queda la esperanza de que la propia ciencia

encuentre solución al problema de la energía que hoy obliga a

consumir en 100 años más el resto del combustible gaseoso, líquido

y sólido que la naturaleza tardó 400 millones de años en crear

. La ciencia tal vez puede encontrar solución a la energía necesaria.

La cuestión sería saber cuánto tiempo y a qué costo los seres

humanos podrán enfrentar el problema, que no es el único,

ya que otros muchos minerales no renovables y graves

problemas requieren solución. De una cosa podemos estar

seguros, a partir de todos los conceptos hoy conocidos:

la estrella más próxima está a cuatro años luz de nuestro

Sol, a una velocidad de 300 mil kilómetros por segundo.

Una nave espacial tal vez recorra esa distancia en miles de años.

El ser humano no tiene otra alternativa que vivir en este planeta.

Parecería innecesario abordar el tema si a solo 54 días del terremoto

de Haití, otro increíble sismo de 8,8 grados de la escala Richter,

cuyo epicentro estaba a 150 kilómetros de distancia y 47,4 de profundidad

al noroeste de la ciudad de Concepción, no ocasionara otra catástrofe

humana en Chile. No fue el mayor de la historia en ese hermano país, se

dice que otro alcanzó 9 grados, pero esta vez no fue solo un fenómeno de

efecto sísmico; mientras en Haití durante horas se esperó un maremoto

que no se produjo, en Chile el terremoto fue seguido por un enorme tsunami,

que apareció en sus costas entre casi 30 minutos y una hora después, según

la distancia y datos que todavía no se conocen con toda precisión y cuyas

olas llegaron hasta Japón. De no ser por la experiencia chilena frente a los

terremotos, sus construcciones más sólidas y sus mayores recursos, el

fenómeno natural habría costado la vida a decenas de miles o tal vez cientos

de miles de personas. No por ello dejó de ocasionar alrededor de mil

víctimas mortales, según datos oficiales divulgados, miles de heridos y

tal vez más de dos millones de personas sufrieron daños materiales. Casi

la totalidad de su población de 17 millones 94 mil 275 habitantes,

sufrió terriblemente y aún padece las consecuencias del sismo que

duró más de dos minutos, sus reiteradas réplicas, y las terribles escenas

y sufrimientos que dejó el tsunami a lo largo de sus miles de kilómetros

de costa. Nuestra Patria se solidariza plenamente y apoya moralmente

el esfuerzo material que la comunidad internacional está en el deber

de ofrecerle a Chile. Si algo estuviera en nuestras manos, desde el

punto de vista humano, por el hermano pueblo chileno, el pueblo de

Cuba no vacilaría en hacerlo.

Pienso que la comunidad internacional está en el deber de informar

con objetividad la tragedia sufrida por ambos pueblos. Sería cruel,

injusto e irresponsable dejar de educar a los pueblos del mundo sobre

los peligros que nos amenazan.

¡Que la verdad prevalezca por encima de la mezquindad y las mentiras

con que el imperialismo engaña y confunde a los pueblos!

Fidel Castro Ruz

Marzo 7 de 2010

9 y 27 p.m.

No hay comentarios:

Publicar un comentario